Lo primero que impacta en la narrativa pictórica de Meléndrez es la reiterada aparición de la fuerza del vacío. Aunque se trata, más precisamente, del influjo sostenido que deja un imaginario objetual en donde la ausencia –casi absoluta- de figuras humanas pareciera propiciar otros modos de habitación y de acontecimiento. Está claro que la producción del artista ha contribuido –dentro de y desde el contexto del arte en México- a la historia visual de las soledades en la ciudad contemporánea. La práctica artística de Meléndrez es culta en gran medida, si bien, en su aspecto más logrado, cautiva por su poderosa sencillez, exenta de grandilocuencia; con esto quiero decir que, partiendo del conocimiento profundo de una familia o linaje de referentes estéticos procedentes del campo moderno y reciente de la pintura, el artista ha generado un discurso sensible a propósito de la experiencia de ciudades, entendidas como lugares donde operan redes de inquietantes correspondencias.

La urbe ficticia propuesta por Meléndrez no es exhaustiva sino sintética: sólo se ve lo que pudiéramos llamar la versión esencial de la infraestructura, la civilización y la cultura material que la constituyen. El espacio que obsesiona al pintor está enmarcado en una visión en la que la vastedad del cielo físico y de las montañas lejanas dialoga simbólicamente con la superficie urbanizada, a la vez que representa sus ambiguos límites y su virtual expansión a lo indeterminado. En la cascada de citas y paráfrasis propiciatorias que presiden a dicha urbe en la zona tardomoderna, está la monumentalidad ciertamente ominosa de la Estridentópolis soñada en los años veinte del siglo pasado por los poetas y pintores afiliados a la vanguardia mexicana del Estridentismo; pero también la elegante sobriedad de las atmósferas del mundo melancólico de Edward Hopper y, sobre todo, el sesgo escenográfico de las delirantes ciudades-museo que proyectaron en sus obras los artistas de la Pintura Metafísica y del Surrealismo.

Por otro lado, en el terreno contemporáneo, tengo la impresión de que Meléndrez se agencia (o provoca el agenciamiento en la experiencia del espectador frente a su obra) la sabiduría Pop en el tema del culto por el objeto en la sociedad industrial avanzada, a lo Wayne Thiebaud, y la cualidad, casi astral y francamente aerodinámica, de la polis reproducida por los pintores fotorrealistas: Ralph Goings, Richard Estes, Don Eddy y John Baeder. Asimismo, me parece necesario proponer una lectura paralela de la pintura de Meléndrez y la producción fotográfica y accionista de John Divola: ambos artistas actualizan el aspecto crítico y el lado afirmativo del viejo asunto decimonónico (y aún vigente), según el cual la concepción que nos reivindica en la realidad más plena, involucra la experiencia que tenemos en la esfera natural con el devenir en el espacio civilizado.

Samuel Meléndrez trabaja, en primer término, con la presencia fragmentada de momentos muy específicos de instalaciones y entornos arquitectónicos -más que de arquitecturas totales: azoteas, habitaciones de apartamentos y hoteles, estaciones y vías de transporte, fábricas, estacionamientos; también elige razones sociales (marquesinas, señalética, logotipias), dispositivos tecnológicos (contenedores, cableado, alumbrado, chimeneas), máquinas (aviones, trenes) y monumentos. En segundo término, el pintor interviene la tensa calma de los mencionados foros con la inusitada disposición de objetos/ personajes, las más de las veces inanimados, pero que derivan hacia la condición de proyecciones y fetiches iconográficos de pulsiones y afectos: juguetes, ropa y zapatos, cráneos, envases de licor. El despliegue de estos fetiches, por ejemplo de los dinosaurios y las máquinas de construcción en miniatura, está relacionado con la nostalgia por el origen y la era de la inocencia, pero –he aquí lo más relevante de las imágenes- más bien por la fe en su advenimiento: a pesar de un cierto aire pesimista, Meléndrez cree en el acceso del sujeto actual a lo misterioso y a la mirada desenfadada, en tanto categorías de una experiencia posible para quien la persiga, no sólo como cuestiones de la prehistoria de la especie o de la infancia del individuo.

En una perspectiva interpretativa enfocada a otros elementos del discurso visual de Samuel Meléndrez, es viable reconocer aspectos cruciales en la significación que se desprende de la imagen del tránsito del horario diurno hacia el crepúsculo, manifiesta en el intertexto –en muchos cuadros- de la luna; en la continua representación de dispositivos urbanos de iluminación artificial, letreros y anuncios; y, finalmente, en la referencia a la superficie de la pantalla mediática en las escenas con televisores. La posible lectura de lo anterior, apunta a señalar la tendencia del artista por crear constelaciones de vínculos entre toda esta parafernalia que, por cierto, incluye objetos y lugares que son autobiográficos: la urbe contiene elementos que conducen la energía, es un locus modular signado por el principio de repetición y, por ende, regido por el ritmo. La imagen constante de la chimenea retrotrae la conciencia del espectador a uno de los posibles núcleos del relato de Meléndrez: hay que oponerse a la alienación que impera en la ciudad, asimilar críticamente la belleza de su yugo (porque el vacío sistematizado producto de la racionalidad formal que organizó la urbe moderna, es seductor estructuralmente), y entonces reconciliarse con el lado molecular y sutil de la materia fluida: eso representa, entre otras cosas, el vapor que se funde en la atmósfera aérea.

Hay una conexión del trabajo de Samuel Meléndrez con el de los artistas que fueron al encuentro con lo oceánico, con la intuición de la totalidad, o sea, de la experiencia fundamental en el orden romántico. Como sucedió en México con los pintores del nacionalismo en clave íntima, que aparecieron en la arena del arte durante el periodo 1930-1950: Carlos Orozco Romero, María Izquierdo, Manuel González Serrano, Alfonso Michel, Jesús Guerrero Galván, Julio Castellanos, Frida Kahlo, Juan Soriano, Antonio Ruiz “El Corzo”… Ellos visitaron en su imaginación pictórica, sin excepción, la pulsión de retorno del cuerpo a lo inorgánico; el magnetismo vibrante del mar como metáfora de la vida sin límite; la idea del objeto como cosa inanimada y, al tiempo, viva. En todos los casos, estamos hablando de artistas que abordaron el tema del desdoblamiento y multiplicación de la identidad, por eso hubo dos Fridas face to face en un mismo lienzo e innumerables Marías desintegrándose en Sueño y presentimiento (1947), por eso la convención compartida por estos artistas al construir el cuerpo de las figuras humanas, produce anatomías esculturales que se gigantizan o hipertrofian en su aislamiento (p. ej. Rodríguez Lozano). Y esto vale, igualmente, para la concepción antropomórfica y paisajística de Giorgio De Chirico, Carlo Carrá, Paul Delvaux y Filippo De Pisis. Apenas resulta curioso recordar que esta poética fue característica de varios artistas de la escena tapatía –aparte de los ya comentados- de aquél periodo.

La pintura de Samuel Meléndrez es una ciudad que se opone armónicamente a la ciudad literal que conocemos en la experiencia cotidiana: la pintura como la sombra de lo social. En sus cuadros, los objetos abandonados pero latentes y ciertos hechos como el trayecto de una aeronave, un tren o la serenidad de la luna irrumpen en el panorama o en los entretelones de los ámbitos asépticos e instrumentales de la civilización: las pulsiones fetichizadas como la sombra de la vida bajo el dictado del “principio de realidad”. Todo el cuerpo de obra de Meléndrez –por el espléndido uso Neopop del claroscuro- compone un elogio breve de la historia de la sombra, que trae a cuento, simultáneamente, las obras del novelista Junichiro Tanizaki, el poeta Jorge Luis Borges y el historiador del arte Victor Stoichita. Entonces, la representación de objetos que proyectan su sombra en las pinturas de Samuel Meléndrez duplican la identidad del reino visible, y producen una ciudad evanescente (elegantísima) que levita adentro de la polis más evidente en la iconografía de todo el conjunto de obra: en fin, una urbe al otro lado de la sombra.

Erik Castillo